Texto y fotos: JMSV
Desde la cuesta del cementerio se
advierte la plaza de ladrillo rojo y las ventanas de medio punto. La brisa de
esta tarde cubierta por nubes deshilachadas hace hablar a las hojas de los
plátanos. Las últimas tardes de agosto siempre parecen de otoño. La sobremesa
es de calma, de silencio, rota por los motores de coches tuneados y algún que
otro grito desfasado.
Vuelvo a Sanse, al olor
característico del desinfectante tras el encierro mezclado con el aceite de los
bares. Subiendo por la calle Real me viene a la cabeza la imagen de Paulino
Perdiguero. En la curva de Estafeta las talanqueras rojas tienen astillados los
maderos y parecen chirlos de los que llevan los toreros en la mejilla. Las
talanqueras vacías son como el esqueleto de un cuerpo, como las traviesas de
lasa vías abandonadas.
El cosmopolitismo de esta ciudad
se rompe en las conversaciones de los viejos, que charlan de los que han vuelto
y de los que se fueron. Hay banderas nuevas en los balcones y pósteres del
Cristo de los Remedios. En el escaparate de la papelería Navacerrada se exhiben
camisetas con toros estampados.
Sigo la trayectoria del encierro
hacia Postas y en la plaza del Tejar escucho las voces de la Peña El Remedio
con ecos del treinta aniversario. Por la calle Real Vieja no hay un alma y al
volver hacia la Real “grande” me fijo en las luces de la fiesta, que dibujan
corredores antes los toros.
La fachada del número 5 de la
calle Mayor ha sido tapiada. Parece esperar la muerte anunciada con su vestido
neomudéjar y su forja castellana. La esquina de San Roque tiene todavía sabor a
pueblo. Más allá las casas nuevas y un café solo para despejar la cabeza. De
nuevo surge la plaza de toros, imponente, y ante ella el ajetreo de quienes van
llegando como desperezados de la siesta después del almuerzo de riesgo. Son las
seis de la tarde de un agosto veintinueve y en San Sebastián de los Reyes es
fiesta.
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