Ni siquiera conozcía su apellido, pero éramos amigos. Se ha muerto a las siete de la mañana, o mejor diré que no se ha despertado. Llevaba enfermo un par de años, y le vi envejecer temporada tras temporada en el tendido del 4, donde no se perdía ni una sola corrida. Era entrañable. Él y su esposa Elisa acudían a diario, con esa afición castiza que les hacía hablar de Bienvenida, Ordóñez, Luis Miguel, Julio Robles y tantos otros con pasión y vehemencia.
Llevaba Tomás un bastón y le costaba subir las escaleras de granito. Era generoso y hombre de bien. Desde hace veinticinco años nos obsequiaba con su particular merienda, cuando el hijo del doctor Alcorta, Quique, y Joselito de Las Ventas se sentaban a mi lado en la meseta de la enfermería y eran apenas unos críos. Hace unos días me llevó membrillo hecho por Elisa, tan dulce como el carácter de ambos, y ayer mismo me regaló dos empanadillas de cabello de ángel.
Hace solo unas horas me hablaba de la corrida y de los toros de El Torreón, y me decía que no era un cartel rematado. El último detalle demuestra su generosidad, el estar pendiente de todo. Al subir las escaleras hacia la localidad le ayudó uno de los porteros, y se dio cuenta de que no llevaba monedas para darle una propina. Me dijo: ¡Juan, dale una propina a este señor que yo te la daré mañana! El portero me guiñó el ojo en la complicidad y Tomás se quedó tranquilo.
Se ha muerto, sí, y restamos. De aquellos aficionados que conocí hace un cuarto de siglo, ya he tachado muchos nombres en la agenda… Esta tarde su localidad y la Elisa estarán vacías, tampoco habrá un minuto de silencio, pero alrededor del granito ardiente los echaremos en falta.
Le incineran mañana en el cementerio de La Almudena y el viento llevará las cenizas hacia la plaza de Las Ventas para que el polvo se mezcle con el albero y permanezca eternamente en el coso al que acudió hasta el último instante de su vida.
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